Odiaba los lugares comunes y las frases
hechas, y tal vez para evitar las inevitables —“Italia está de luto”, “Ahora
somos más pobres”, “El hombre que lo sabía todo”—, el escritor, filósofo y
semiólogo italiano Umberto Eco dispuso que la noticia de su muerte, acaecida la
noche del viernes a los 84 años en su casa de Milán, fuese acompañada por la de
la publicación de un nuevo libro, como una invitación a recoger el testigo de
su mirada crítica, a veces divertida y a veces voraz, de ese ensayo del mundo
que es Italia. “A la hora de su muerte”, dijo el editor Mario Andreose tras dar
el pésame a su familia, “los deseos de Eco
eran coherentes con su vida profundamente laica”. Su despedida, por
tanto, se celebrará el martes en un acto civil en el Castello Sforzesco, una
joya arquitéctonica del siglo XV que el autor de El nombre de la rosa (vendió
30 millones de ejemplares) y El péndulo de Foucault podía ver
desde la ventana de su casa.
A la mañana siguiente de conocerse la
noticia, los alumnos de Eco se acercaron a la plaza Castello para,
silenciosamente, dejar rosas blancas bajo la casa de un maestro que, como
escribe Juan Cruz, “era un sabio que conocía todas las cosas simulando que las
ignoraba para seguir aprendiendo”. Esa es la clave. Umberto Eco nunca atropelló
a nadie con su infinita sabiduría. De ahí que, de todos los artículos
laudatorios que publica la prensa italiana, tal vez el que menos chirría con el
carácter de Il Professore sea el del periodista Gianni Rotta
en La Stampa de Turín: “Filósofo, padre de la semiótica,
escritor, profesor universitario, periodista, experto en libros antiguos: en
cada una de sus almas Umberto Eco era una estrella internacional, pero con sus
estudiantes, lectores, colegas, jamás Eco exhibió la pose snob que
tal vez otros escritores sí habrían adoptado de haber publicado best
sellers como El nombre de la rosa o El péndulo de
Foucault. Umberto Eco reía, se informaba de las novedades y —encendiendo un
cigarro— contaba la última broma antes de presentar una nueva teoría
lingüística”. Ese, y muchos otros, era el intelectual que ahora despide Italia.
Abandono de la fe
Hijo de comerciantes, Umberto Eco nació en la
ciudad piamontesa de Alessandria en 1932. Formó parte activa de los movimientos
juveniles de Acción Católica, estudió Filosofía en Turín y se doctoró en 1954
con una tesis sobre la estética de Santo Tomás de Aquino, quien, según publicó
entonces en una nota irónica, tuvo mucho que ver con su descreimiento
progresivo y su abandono final de la Iglesia católica. Aquella nota rezaba: “Se
puede decir que él, Tomás de Aquino, me haya curado milagrosamente de la fe”.
Tras doctorarse, Eco se estableció en Milán, participó en un concurso de la RAI
—la televisión pública italiana— que venció y que lo convirtió en compañero del
periodista Furio Colombo y del filósofo Gianni
Vattimo en una aventura siempre enfocada a difundir el mundo de
la cultura.
A sus coetáneos les asombraba, como subraya
Gianni Rotta, que “un semiólogo, un crítico, todo un filósofo, se ocupase de
cómics, o que un profesor predicase que, para entender la cultura de masa,
antes hay que amarla, que no se puede escribir un ensayo sobre las máquinas flipper sin
haber jugado con ellas”. Durante los años sesenta trabajó como profesor
agregado de Estética en las universidades de Turín y Milán y participó en el
Grupo 63, publicando ensayos sobre arte contemporáneo, cultura de masas y
medios de comunicación. Entre estos ensayos los más conocidos son Apocalípticos
e integrados y Obra abierta. El semiólogo también fue
catedrático de Filosofía en Bolonia, en la que puso en marcha la Escuela
Superior de Estudios Humanísticos, conocida como la Superescuela, porque su
objetivo es difundir la cultura entre licenciados con un alto nivel de conocimientos.
También fue fundador de la Asociación Nacional de Semiótica, de la que aún era
su secretario.
Crisis del periodismo
A finales del pasado mes de noviembre,
Umberto Eco —junto a Sandro Veronesi, Hanif Kureishi y Tahar Ben Jelloun—
decidió fundar una nueva editorial, La nave di Teseo, tras oponerse sin éxito a
la fusión entre Mondadori y el grupo RCS. Fue la última batalla de un escritor
que desde hacía dos años luchaba contra el cáncer sin perder jamás tres de los
rasgos de su carácter: la curiosidad, la ironía y un vaso de whisky . “Ha
trabajado hasta el final”, contaba ayer el editor Mario Andreose, “exceptuando
los tres últimos días. Escribía y escribía, era un trabajador formidable. A
pesar de que desde hacía dos años tenía problemas de salud, continuaba
trabajando”. En su libro póstumo Pape Satàn Aleppe —construido
a partir de las columnas que publicaba en el semanario L’Espresso—, está,
según su editor, “la historia de los últimos 15 años, de ahí su subtítulo: Crónicas
de una sociedad líquida”. Dice su editor que hay pasajes que son de una
comicidad espléndida, y otros en los que Eco “analiza la identidad del papa
Francisco, al que tenía en gran estima”. Su publicación se ha adelantado al
próximo fin de semana.
La última de las obras de su fecunda carrera, Año
cero, una mirada crítica del gran experto de la comunicación sobre la
crisis del periodismo. La trama de Año cero está ambientada en
1992, un año clave de la historia italiana por el caso Tangentopolis, y
se desarrolla en la redacción de un periódico en ciernes donde confluyen todas
las plagas que golpeaban el país: la logia masónica P2, las Brigadas Rojas, el
fin de una era y la aparición de otra con Silvio Berlusconi a punto de saltar
al escenario. Eco combatió a Berlusconi—su
antítesis total— de forma frontal, pero a quien le preguntaba si el
protagonista turbio de su novela estaba inspirado en el líder de Forza Italia,
le respondía: “Si quiere ver en Vimecarte un Berlusconi, adelante, pero hay
muchos Vimecarte en Italia”.
Tras su muerte, tanto políticos como intelectuales
han intentado apresar su personalidad. Según el jefe del Gobierno italiano,
Matteo Renzi, Umberto Ecco fue “un gran italiano y un gran europeo”. Por su
parte, el presidente de Francia, François Hollande, se acercó un poco más al
referirse a él como un inmenso humanista, que se interesaba por todo y que
estaba “igual de cómodo con la Historia medieval que con los cómics”. Como
subrayó Hollande, “nunca se cansó de aprender y de transmitir su inmensa
erudición con elocuencia y humor”.
En cierta ocasión, Umberto Eco dijo: “El que no
lee, a los 70 años habrá vivido solo una vida. Quien lee habrá vivido 5.000
años. La lectura es una inmortalidad hacia atrás”. El viernes a las 22.30, en
Milán, frente al castillo Sforzesco, Italia perdió un pedazo de inmortalidad.
Publicado por EL PAIS