Se suele decir que todo está
escrito en los clásicos griegos y que, a partir de ellos, ha
sido imposible crear algo nuevo y original. Ya Eugenio D´Ors
aseguró que todo lo que no es tradición es plagio, y Baroja fue más
allá al concluir que todo lo que no es autobiografía es plagio. Eso explicaría
el que pocos escritores se hayan librado de ser acusados alguna vez de plagio
literario, tal y como apunta Manuel Francisco Reina en su libro “El plagio como una de las bellas artes”. Y
es que la frontera entre plagio e imitación —o reproducción o falsificación— no
está bien delimitada y se presta a confusión.
El inicio del Quijote “En un lugar de la Mancha…”
es un octosílabo copiado del romance popular “El amante apaleado”. La fórmula “de cuyo
nombre no quiero acordarme…” está en un cuento del infante Juan Manuel sobre el conde Lucanor, que
empieza así: “Señor conde —dixo Patronio—, en una tierra de que me non acuerdo
el nombre, avía un rey…”. El sobrenombre de “Caballero de la triste figura” que
Cervantes atribuye al Quijote es el título del libro III de Clarián de
Landanís, escrito por Jerónimo López en 1588.
También Shakespeare fue acusado de plagio. Hasta se
le atribuye una frase en la que lo defiende con altivez “He rescatado las ideas interesantes de unas obras
bastante mediocres y las he mejorado”. Leopoldo Alas “Clarín” dijo
de él que había tomado 6043 versos de 1771 poetas que le precedieron. “La
leyenda del rey Lear” la contó el galés Godofredo de Monmouth en la “Historia de los reyes de
Bretaña”, un libro de escaso valor histórico escrito entre 1130 y
1136, pero que contiene la versión más antigua conocida de la historia del rey
Leir de Britania, aunque Shakespeare modificó el argumento y desheredó a
Cordelia, la hija menor, que casó con el rey de Francia y que más tarde acogió
a su padre, tras ser depuesto por sus yernos.
¿Sería justo acusar de plagio a Cervantes y a
Shakespeare por esos préstamos tomados de textos antes escritos por otros
autores? En el primer caso, es la mera adopción de unas expresiones que
probablemente eran de uso común en la época—aunque luego hayan pasado a la posteridad—,
mientras que, en el segundo, es valerse de una leyenda perdida en la noche de
los tiempos. El propio Clarín fue objeto de crítica acerba por
parte de sus enemigos, que vieron en “La Regenta” grandes
similitudes con “Madame Bovary”, dos obras harto diferentes, que sólo coinciden
en que se sirven del adulterio para destapar una sociedad que lucha por dejar
atrás su vieja moralidad, además de la técnica impresionista con que ambas
fueron escritas y que Flaubert utilizó por primera vez.
La lista de escritores ilustres que han cometido
plagio es larga y bien documentada. En el libro antes citado, “El
plagio como una de las bellas artes” Manuel Francisco Reina rastrea los “robos” más significativos que se han
producido en la literatura hispánica. Pero siempre queda la duda de
si realmente se trata de plagio o son simplemente imitaciones.
El Tratado de la Organización Mundial de la Propiedad
Intelectual (1996) sobre derechos de autor define la propiedad
intelectual como el conjunto de derechos que asisten a un autor por cada una de
sus obras, ya sean literarias o artísticas, siguiendo la línea que ya marcó el Tratado de Berna en 1886. Para ello,
exige dos requisitos: que se trate de una obra original y que esté plasmada en
un soporte físico o digital, entendiendo que las ideas abstractas no se
protegen. Pero curiosamente, en ninguno de los dos textos, figura la palabra
“plagio”. Y tampoco la hemos encontrado en la Ley de Propiedad Intelectual que
el Congreso Español ha enviado al Senado, y que, previsiblemente, será aprobada
antes del 31 de diciembre de 2014. Por algo será…
En la Antigüedad, el concepto de plagio surgió con
el comienzo de la esclavitud y era plagiario aquél que poseía siervos en
propiedad, como si fuere una cosa. En el siglo I de nuestra Era, Marcial utilizó por primera vez el término en otro
sentido, acusando a Fidentino de poeta plagiario, por haberle
copiado versos y presentado como suyos. A partir de ese momento, se extendió el
calificativo de plagio a toda apropiación indebida de un texto literario,
considerándolo un delito de hurto, primer indicio de lo que hoy entendemos por
propiedad literaria.
Con la invención de la imprenta, se simplificó la
reproducción de los libros y apareció la piratería. El trabajo que suponía
reproducir muchos ejemplares de un mismo texto era nimio comparado con el beneficio
que se obtenía vendiéndolo, sobre todo, cuando el Renacimiento despierta el
interés de las clases privilegiadas por el conocimiento de los textos clásicos.
Así se explica la intervención de los príncipes para conceder licencias de
explotación —con el consiguiente abono de alcabalas— y proteger al impresor
—que no al autor— de la competencia de réplicas no autorizadas, además del
interés que tenía la Iglesia en evitar desviaciones de la ortodoxia oficial.
Así, poco a poco, en la Edad Moderna, se va configurando
el régimen jurídico del plagio como el acto de copiar libros y hacerlos pasar
como propios, aunque las licencias se concedían a los talleres de
impresión. El estatuto de la Reina Ana (1710), en
Inglaterra, fue el primer intento de legislar sobre derechos de autor, si bien
su intención seguía siendo la de proteger a los libreros. Pero, poco a poco, se
fueron concediendo a los autores privilegios de exclusividad para editar sus
propias obras, en detrimento de los gremios que pretendían conservar de su
monopolio.
A partir de ahí, los países de Occidente siguieron
su ejemplo y adoptaron medidas más o menos estrictas para proteger la creación
literaria, entendiendo que la paternidad que el autor posee sobre la obra
nacida de su inteligencia es un derecho de naturaleza espiritual que le
corresponde, cuya usurpación por otro sin su consentimiento es un delito. El
autor escribe un libro y luego lo imprime —o hace un ebook—, para que el
público lo compre, lo lea y disfrute de él. El lector es así propietario del
libro para su uso personal, pero nada más que para eso. Tiene autorización para
leerlo, pero no puede copiarlo ni difundirlo —tan sólo volverlo a vender—, ya
que ese derecho corresponde íntegramente al autor o a su concesionario.
Esta limitación en el uso de un bien adquirido en
condiciones legales ha generado lucubraciones jurídicas acerca de su
aplicación, que no vienen al caso. Sólo consignar que la propiedad intelectual
presenta el carácter general de un bien material —como la posesión
de un automóvil—, que otorga a su propietario el derecho a disponer de él con
absoluta libertad, y el carácter especial que corresponde a un
bien incorporal, que necesita materializarse para entrar en el mercado y
generar beneficios a su creador.
Precisamente, por este carácter especial que poseen
los libros —igual que cualquier otra creación artística—, hubo que desarrollar
una legislación propia para su protección. En el ámbito anglosajón, surgió el
término de copyright y en Europa el de derecho de
autor, dos conceptos que, si bien coinciden en lo fundamental, presentan
una diferencia importante: El primero tiene una finalidad más mercantilista, ya
que defiende, sobre todo, el derecho patrimonial o económico,
de carácter enajenable, para obtener beneficios por la explotación de la obra,
mientras que el segundo reconoce además el derecho moral ,de
carácter irrenunciable e inalienable, que el autor posee a divulgar su obra, al
reconocimiento de la autoría de la misma, al respeto a la integridad, a su
modificación, a la retirada del comercio y el derecho al acceso del ejemplar
raro, con lo cual el legislador ha querido diferenciar dos tipos de delitos:
1.- La piratería, que viola
siempre el derecho patrimonial, bien sea por reproducción, bien sea por su
posterior distribución.
2.- El plagio, que vulnera
el derecho moral, por ser el hurto de un bien inmaterial, aunque pueda no tener
consecuencias crematísticas.
Si bien la piratería es un concepto inequívoco, no
ocurre lo mismo con el plagio, cuya definición es ambigua y se presta a
numerosas interpretaciones. El diccionario de la Real Academia Española dice:
”Plagiar equivale a copiar sustancialmente una obra dándola como propia”. Y el
Código Penal tampoco concreta demasiado. El Tribunal Supremo, en sentencia de 23/3/1999 señala
que “plagiar es todo aquello que supone copiar obras ajenas en lo sustancial,
sin creatividad propia, aunque se aporte cierta manifestación de ingenio. El
plagio puede ser encubierto pero fácilmente detectable al despojar la obra de
los ardides o ropajes que la disfrazan. Sin embargo, no procede confusión con
todo aquello que es común e integra el acervo cultural generalizado. En suma,
el plagio ha de referirse a coincidencias básicas y fundamentales, no a las
accesorias, añadidas, superpuestas o no transcendentales”.
Ante definiciones tan imprecisas, si nos
preguntamos qué es el plagio y cómo se reconoce, será difícil que respondamos
de forma clara y contundente, aunque luego, ante un caso práctico, seamos
capaces de discernirlo sin demasiado esfuerzo, justificando nuestro juicio en
alguna apreciación estética. Por una parte, calificaremos la originalidad de la
obra encausada, tras investigar tanto el fondo —la composición —como la forma
—la expresión—, y por la otra, la intensidad, es decir, cuánto del texto
plagiado se repite y qué grado de modificación ha sufrido.
Es verdad que el plagio es una falta imperdonable
que todo escritor debe evitar. Pero eso no le impide acometer asuntos tratados
anteriormente —al contrario, la colectividad se lo exige—, siempre que cumpla
determinados requisitos y no perjudique los intereses de los autores que le
precedieron. “Todo está escrito”, dijo Mario Benedetti en
1983, y Félix de Azúa lo ha confirmado en su libro Autobiografía de
papel: “la poesía y la novela literaria han muerto“.
Hagamos lo imposible para resucitarlas
ESCRITO POR:
Manu de Ordoñana
Donostia-San Sebastián
España
Donostia-San Sebastián
España