La semana pasada
falleció el narrador y columnista colombiano Oscar Collazos, a los 72 años de
edad, de una esclerosis lateral amiotrófica, conocida como ELA, una enfermedad
neurológica que ataca inicialmente al habla. La entrevista que reproduzco a
continuación se publicó en 2012 en el diario El Nacional, con
motivo de la visita del narrador colombiano a la Feria Internacional del Libro
de la Universidad de Carabobo (Filuc) y un año antes del diagnóstico fatal. Sea
esta una forma de hacerle merecido homenaje a quien lo merece. El tiempo verbal
ha sido cambiado para acomodar las circunstancias actuales, pero el resto se
conserva casi igual, porque en la visión del autor sobre su país y sobre la
tradición literaria de este no hay pérdida.
El recuerdo más
feliz que atesoraba el narrador colombiano Óscar Collazos era correr por una
playa de la costa del Pacífico de Colombia, sin zapatos y sin camisa. Libre y
seguro. La nostalgia por la infancia perdida lo hacía declarar que su personaje
de ficción favorito es Tom Sawyer, el héroe juvenil de la novela que Mark Twain
publicó en 1876. No eran cosas de la vejez, hablaba del miedo. Al autor de La
ballena varada (2003), como a muchos de sus compatriotas, la violencia
de la guerra fraticida causada por el narcotráfico le quitó los lugares para
recordar su juventud. Cuando llegó a Colombia en 1989, el autor que había vivido
trashumante por 30 años se dio cuenta de que el narcotráfico le había cambiado
el país y había “criminalizado su sociedad”, como me contó la tarde en que nos
encontramos en la Feria Internacional del Libro de Valencia que visitó en 2012.
Y desde ese
momento se dedicó no sólo a continuar la literatura de ficción que lo había
inspirado en el exilio, sino también al periodismo. Cada segundo de su vida,
cada letra de su obra dedicada a entender la tragedia en la nación vecina. En
su último libro, Tierra quemada (2013) un grupo de infelices
camina sin rumbo entre la selva y la violencia humana.
– ¿Qué relación
hay entre la literatura de ficción y la de no ficción?
– Durante una
época hice crónica periodística, y me hubiera gustado seguir haciéndola, pero hace
aproximadamente 25 años me dedico más bien al periodismo de opinión, que
utilizo como vehículo para reflexionar sobre la realidad de mi país, de América
Latina y del mundo. Como tengo que estar informado permanentemente, estoy
obligado a ver la realidad de una manera más rigurosa. Los temas que trato en
mis novelas no hubieran sido posibles si antes no hubieran sido obsesiones mías
como columnista de opinión. Hay una especie de retroalimentación de un género a
otro.
– ¿Cómo Gabriel
García Márquez, también novelista y periodista, aún influencia las letras
colombianas?
– García Márquez
no influyó ni en los temas ni en el estilo de la generación siguiente. Él mismo
se quejaba y me decía que una de sus desgracias era no tener seguidores en su
país. Lo que hubo fue una gran admiración por un escritor excepcional. Más que
por García Márquez, me siento influenciado por autores del boom como Juan
Carlos Onetti y el primer Mario Vargas Llosa. Por el último porque comencé
escribiendo literatura de jóvenes en conflicto y por Onetti porque había un
elemento de su realismo que iba a las profundidades de la condición humana, a
su lado existencial, y no sólo al mito, como Cien años de soledad, por ejemplo.
– ¿Y las
generaciones actuales, en especial la de los más jóvenes?
– Nos encontramos
en una situación bastante curiosa: están vivas, y escriben, tres generaciones
de autores colombianos. En primer lugar está mi generación, que ronda en este
momento los 60 años de edad; en segundo, la que ocupan escritores como Santiago
Gamboa, Héctor Abad Faciolince y Jorge Franco; y más recientemente, la
generación de Juan Gabriel Vásquez, autor de El ruido de las cosas al
caer, y Antonio Úngar, que escribió Tres ataúdes blancos.
– En cuanto a su
temática, ¿qué las diferencia?
– Hay una
transición en los temas, pero la violencia, de una u otra manera, sigue siendo
un factor dominante. El ruido de las cosas al caer narra la
génesis de la moral del narcotráfico: cómo a partir de esta situación alguien
cuyo destino podía ser otro decide hacer riqueza fácil. Es curioso cómo Vásquez
retoma un tema que obsesionó a la generación anterior, es como si los
colombianos no pudiéramos liberarnos de eso.
– ¿Sigue también
usted obsesionado con el narcotráfico?
– No puedo evitar
escribir sobre el narcotráfico, me encantaría dejar de hacerlo, pero está
demasiado incrustado en mi imaginario. Pensé que lo había logrado con la novela
juvenil que acabo de publicar y que está dedicada a la pérdida de la memoria.
Pensé que en la laguna más profunda no había ningún elemento de violencia, pero
resulta que sí, pues aparecen allí los cadáveres de unos jóvenes sin identidad
en diferentes sitios de Colombia. Yo, por ejemplo, acabo de terminar una novela
grande, pesada y abrumadora, Tierra quemada. Son 400 páginas de un
texto histórico en el que quise tratar la violencia y la guerra en Colombia
como una alegoría que consiste en lo siguiente: cerca de 500 víctimas de la
guerra son reclutadas por un ejército paramilitar y conducidas a una especie de
éxodo que las lleva hacia ninguna parte. Viajan y viajan por una geografía
devastada, por un campo que ya no produce y unas rutas que no tienen salida.
Por un mundo absolutamente arruinado, improductivo. Viajan hacia ninguna parte
y muchas mueren en el camino. Les dicen que la guerra ha terminado, pero
helicópteros y aviones cruzan el cielo hacia alguna parte. Se trata de la
zozobra de esta gente que no sabe a dónde va.
– Y la guerra
en Colombia, ¿terminó?
– No. Claro que
no, aún no.
EPÍGRAFE
“Los temas que trato en mis novelas no hubieran
sido posibles si antes no hubieran sido obsesiones mías como columnista de
opinión. Hay una especie de retroalimentación de un género a otro”